15. APÉNDICE 1: RESUMIENTO ALGUNOS HITOS FUNDAMENTALES EN LA FORMACIÓN Y DESARROLLO DEL CATOLICISMO ROMANO.

APÉNDICE I


RESUMIENDO ALGUNOS HITOS FUNDAMENTALES

EN LA FORMACIÓN Y DESARROLLO

DEL CATOLICISMO ROMANO


Para la elaboración de este apéndice sigo básicamente la introducción de la imprescindible y monumental obra de José Grau sobre el tema: "Catolicismo romano: origen y desarrollo" (Ediciones Evangélicas Europeas), haciendo libremente algunas aportaciones adicionales donde lo he estimado conveniente. Anteriormente, por causa de la censura en España, fue publicada bajo el pseudónimo 'Javier Gonzaga' con el título "Concilios". Son obras agotadas y muy difíciles de conseguir en papel. Aquí la comparto digitalizada:
- tomo I: Concilios I
- tomo II: Concilios II

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Dice el profesor F.F. Bruce en su obra “The Spreading Flame”: “No es en los manejos de los jerarcas eclesiásticos que debemos buscar las más verdaderas evidencias del puro cristianismo... No vamos tan lejos como aquel escritor del s. XVII que dijo que 'la verdadera Iglesia hay que buscarla en cada generación entre aquellos que fueron excomulgados por la Iglesia visible'; pero no obstante, el genuino espíritu de Cristo se halla a veces en sitios insospechados. Después de todo, esto cabe esperar cuando pensamos que Cristo mismo fue considerado como muy poco ortodoxo por los dirigentes de su comunidad religiosa”. Y añadimos nosotros, tampoco sus discípulos fueron tratados mucho mejor. El apóstol Pablo testificó ante el gobernador de Cesarea que “conforme a aquel camino que llaman herejía, así sirvo al Dios de mis padres” (Hechos de los Apóstoles 24:14).

No queremos decir con esto que todo lo que, a lo largo de los siglos, ha sido tildado de herejía no lo fuera, porque ha habido tiempos y lugares en los que la herejía y el error se les ha llamado por su verdadero nombre. Las condenas de los errores cristológicos emanadas de los primeros Concilios Ecuménicos, por ejemplo, significaron el triunfo de la verdadera ortodoxia y la repulsa de peligrosas herejías. Sin embargo, también es verdad que cuando algunas instituciones eclesiásticas han dejado de ser la expresión genuina de la Iglesia de Cristo -cosa que desgraciadamente ha sucedido a menudo-, a la verdad se la ha llamado mentira y al error dogma de fe. Mas tampoco esto debe extrañarnos; el Pueblo de Dios antes de Cristo vivió la misma tragedia; basta la lectura de los profetas para darnos cuenta de ello.

En su aspecto interno, la Iglesia es la unión vital, orgánica, producida por el Espíritu, entre Cristo y los creyentes: es “el Cuerpo de Cristo”. La Iglesia no es una organización, sino un organismo, es un asunto de “vida”.

En su aspecto externo, la Iglesia universal (eso significa 'católica') es la Asamblea de todos los redimidos, todos los que han creído que Jesús es el Cristo y el Hijo del Dios viviente, nacidos de nuevo por medio de la fe. Se manifiesta visiblemente mediante las iglesias locales (una por localidad). Cada iglesia local está compuesta por la comunión de todos aquellos que en una determinada localidad han sido hechos partícipes del Evangelio, y se aprestan a cooperar, en la medida de sus dones, en la edificación del Cuerpo de Cristo y la extensión y desarrollo del Reino de Dios.

La Biblia enseña que Cristo es el Fundamento único y la Cabeza única de la Iglesia, exaltada ahora en los cielos, a la diestra del Padre. El Espíritu Santo, enviado por Cristo para guiar a su pueblo, es el 'Vicario' único de Cristo en la Iglesia. Y las Sagradas Escrituras, registro de la verdad revelada, son el medio ordinario a través del cual el Espíritu Santo enseña y edifica a la Iglesia, y obra en el mundo para salvación de los pecadores.

Los Apóstoles enseñaron a las iglesias locales que el Espíritu de Jesucristo levanta en cada iglesia local algunos hermanos más maduros en la fe (“presbíteros” en griego) para servir a la iglesia enseñando la Palabra de Dios, cuidando (pastoreando) a los hermanos y supervisando (“episkopeo” en griego) la vida de la Iglesia; ayudados en ello por los diáconos, que se ocupan de las necesidades materiales de la vida de la Iglesia. En el Nuevo Testamento, los presbíteros, los obispos y los pastores son las mismas personas: un grupo en cada iglesia local. He aquí un ejemplo típico de una iglesia local según el Nuevo Testamento: “Pablo y Timoteo, siervos de Cristo Jesús; a todos los santos en Cristo Jesús que están en Filipos, con los obispos y diáconos” (Flp 1:1).

Cada iglesia local está en comunión con las demás, pero es responsable por sí misma sólo ante su Cabeza soberana: Cristo, que la gobierna por su Espíritu. El derecho de existencia de una Iglesia local no depende de si otras Iglesias las reconocen como a tal, ni tampoco de si las leyes del Estado la reconocen. De modo que la verdadera Iglesia Católica, en sentido bíblico, es la comunión de todas las iglesias locales de la tierra en pie de igualdad.

Pero la Iglesia surge en el tiempo y en el espacio. Opera dentro de los límites de esta humanidad pecadora y se mueve en medio de un mundo que, por naturaleza, le es hostil. Todo esto da lugar a la Historia de la Iglesia, una historia que se entrelaza con la tragedia de la Humanidad, la tragedia de una raza caída. Lo humano y lo divino, la acción del Espíritu y la del pecado, los principios espirituales y los influjos mundanos se dan cita en esta epopeya, que es en realidad la lucha de la Luz contra las tinieblas; y sólo una mirada iluminada por el Espíritu y las Escrituras que él mismo inspiró, puede discernir la línea que separa ambas, cuándo la Iglesia queda convertida en “sinagoga de Satanás” o cuándo el Espíritu infunde nueva vida a los restos de un cadáver eclesiástico.

No obstante, en medio del error y la perversidad de lo humano, la dirección y el cuidado del Espíritu Santo en favor del verdadero Cuerpo de Cristo se ponen de manifiesto en el hecho de que la verdad del Evangelio no ha podido ser extinguida jamás de manera completa, aunque a veces parecía estar a punto de perecer ahogada. El poder de Dios para salvación no ha sido impedido por la debilidad o la iniquidad del hombre. Los poderes del infierno no han prevalecido en contra de la Esposa del Cordero, aunque hayan triunfado mil veces sobre lo no es más que caparazón, institución y organización humanas, cuando no mundanas.

De todas estas consideraciones se sigue que la tarea del historiador de la Iglesia consiste no solamente en trazar los desarrollos progresivos de la Iglesia visible en la verdad, sino también las obstrucciones que dicha verdad ha sufrido, las aberraciones de que ha sido víctima y las traiciones y apostasías con que ha sido apuñalada.

Nos es necesario distinguir aquí entre la “Cristiandad” (con sus instituciones y organizaciones religiosas), y la genuina “Iglesia de Jesucristo”. Por “Cristiandad” entendemos todos aquellos grupos que profesan ser cristianos, independientemente de lo genuino de su fe o de la lealtad que en realidad guarden a la Palabra de Dios. La genuina Iglesia de Jesucristo es la Iglesia de acuerdo a la enseñanza y práctica de Cristo y los apóstoles tal como consta en el Nuevo Testamento. En los primeros siglos, la genuina Iglesia de Jesucristo coincide bastante con su concreción institucional visible. Pero aunque ya al final de la era apostólica hay señales de la decadencia de la Iglesia, es sobre todo a partir del año 313 que se pone de manifiesto la tensión entre ambas realidades.

Con el paso del tiempo, y muy especialmente a partir del 5º Concilio ecuménico, las dos empiezan a diferenciarse y a distanciarse cada vez más la una de la otra. Como decía Nicolás Berdiaev “pocas cosas expresan más elocuentemente la mezquindad humana, la deslealtad y el fraude como la historia de los concilios ecuménicos”. Llega un momento en que la historia de los Concilios es la historia de sólo unas instituciones mundanalizadas. Se trata sin embargo de eventos que deben ser conocidos porque han moldeado a cristiandades enteras y sin los cuales es imposible comprender ni siquiera la situación religiosa del mundo de nuestros días.

También después de la Reforma que el Espíritu Santo obró en la Iglesia en el s. XVI, muchas de las instituciones que de ella surgieron cayeron también gradualmente en una postración doctrinal y espiritual, retrocediendo en lugar de avanzar hacia la genuina expresión de la Iglesia de Jesucristo.

Tenemos en la Historia un valioso defensor de la verdad. El Catolicismo Romano ha confeccionado una historia conciliar para uso de las masas, que no es más fiel a veces a la verdad que las películas históricas 'made in Hollywood'. Poco preocupado por la teología o la historia, el mundo lo acepta todo sin discernimiento. Nosotros, como cristianos bíblicos, tenemos el derecho a enjuiciar todo lo que atañe a la Religión por la norma de la Palabra de Dios y a comprobarlo por el dictamen imparcial de la Historia.

Este estudio de la historia de la Iglesia, tomando como pauta y referencia los varios concilios, nos ofrece la posibilidad de apreciar el proceso de decadencia del la Iglesia apostólica y la formación gradual del Catolicismo Romano que hoy conocemos.

La Cristiandad puede narrar la evolución de su trayectoria histórica en cuatro grandes períodos:
  1.  La época primitiva  
  2. La época Católica  
  3. La época Católica romana  
  4. La época moderna de las Iglesias.

1) DE LA IGLESIA PRIMITIVA A LA IGLESIA CATÓLICA ANTIGUA.

Muchos siglos de accidentada historia de la Cristiandad nos separan del tiempo del Nuevo Testamento, de la vida práctica de la Iglesia conforme al pleno propósito de Dios tal como Jesús y sus apóstoles la enseñaron y establecieron en las iglesias.

Al principio tenemos las iglesias locales fundadas por los Apóstoles: "la iglesia que estaba en Jerusalén" (Hch 8:1), "la iglesia que estaba en Antioquía" (Hch 13:1), "la iglesia en Cencrea" (Rm 16:1), "la iglesia de Dios que está en Corinto" (1Cor 1:2), "la iglesia de los laodicenses" (Col 4:16; Ap 3:1), "la iglesia de los tesalonicenses" (1Tes 1:1), "la que está en Babilonia" (1Pe 5:13), "la iglesia en Efeso" (Ap 2:1), "la iglesia en Esmirna" (Ap 2:8), "la iglesia en Pérgamo" (Ap 2:12), "la iglesia en Tiatira" (Ap 2:18), "la iglesia en Sardis" (Ap 3:1), "la iglesia en Filadelfia" (Ap 3:7).

Ninguna Iglesia dominaba sobre las demás. Había absoluta igualdad entre ellas. Todas se hallaban igualmente bajo la norma de la Palabra apostólica. La Cristiandad primitiva era verdaderamente apostólica porque estaba fundada y arraigada en la autoridad de los apóstoles (Efesios 2:20). Esta autoridad fue ejercida personalmente en vida de los apóstoles y luego por medio de sus escritos, preservados en el Nuevo Testamento para ser norma exclusiva de fe y práctica para la Iglesia de todos los tiempos. Este es el significado profundo del Canon de las Escrituras cristianas: todas las Iglesias del Imperio, y las de más allá de sus fronteras, fueron reconociendo gradual y unánimemente los escritos que el Espíritu Santo inspiró a sus siervos para que ejercieran la misma autoridad que los del Antiguo Testamento. Es así como la Iglesia Primitiva conservó su apostolicidad. Fue una Iglesia apostólica porque trató de someterse a la enseñanza de los apóstoles.

Hacia finales del s. II, encontramos no sólo un gran número de comunidades cristianas independientes en todo el mundo civilizado, sino también el concepto de un cuerpo ecuménico, la Iglesia Católica (es decir, Universal), manifestada de manera local y visible en las varias iglesias locales. Esta Iglesia Católica tiene ciertas características que la distinguen de otros grupos, incluso de algunos que acaso pudieran pretender el nombre de 'cristianos', como por ejemplo los gnósticos. La principal de estas características es que posee una “regla de fe”, un cuerpo o canon de literatura sagrada reconocido que constituye la norma por la cual ha de juzgarse todo lo que se enseña como materia de fe y práctica. A finales del s. II podemos reconocer con perfecta claridad la Iglesia Católica, el canon católico, y la fe católica. Por lo que se refiere a la administración, las Iglesias locales eran independientes, cada una estaba gobernada por sus propios obispos o ancianos, pero se hallaba vivo un sentimiento de mutua obligación que les impedía olvidar la unidad que las ligaba a todas juntamente en Cristo (F. F. Bruce, “The Spreading Flame).

Pero ya en los últimos escritos del Nuevo Testamento, el Espíritu Santo hablaba proféticamente de 'lobos rapaces en medio del rebaño' y 'hombres que hablan cosas perversas para arrastrar tras sí a los discípulos' (Hechos 20:29-30); falsos hermanos, es decir, creyentes no genuinos (2Cor 11:26; Gal 2:4); personas que “se apartarán de la fe, prestando atención a espíritus engañosos y a doctrinas de demonios” (1Timoteo 4,1-3); cristianos con una conducta corrupta que 'profesan piedad, pero niegan la eficacia de ella' (2Timoteo 3,1-5); cristianos que sólo escuchan a quienes les halagan sus oídos (2Timoteo 4,3-4); “falsos maestros que introducirán encubiertamente herejías destructivas, llegando aún hasta negar al soberano Señor que los compró” (2Pedro 2,1-2); aparición de 'anticristos': personas que niegan la encarnación del Hijo de Dios (1Juan 2,18-19); hombres perversos que bajo el nombre de cristianos se entregaban a toda clase de iniquidades y a quienes los fieles toleraban (2Pedro 2,10-14; Judas 4 y 8-13); iglesias que han 'abandonado el primer amor y las obras del principio', que se han unido al poder del mundo, que toleraban a los que tenían la doctrina de Balaam y de los nicolaítas y a la falsa profetisa Jezabel, que estaban en realidad muertas, o tan tibias que iban a ser vomitadas por el Señor (Apocalipsis 2 y 3).

También ya en el s. II algunos llamados ‘padres de la Iglesia’ comenzaron a colocar las bases para el sistema religioso romano-católico, y el ‘giro constantiniano’ en el s. IV acabaría imponiéndolo como religión oficial del imperio romano durante diez oscuros siglos. Con buena intención, se fueron acumulando ideas extrañas a la enseñanza y práctica apostólicas como por ejemplo bajo la excusa de querer preservar mejor la catolicidad de la Iglesia. Esta había consistido en la unánime adhesión de todas las iglesias a una misma norma de fe, la norma del canon apostólico.

1) En el s. II aparece incipiente la idea de que para conservar su catolicidad, las iglesias debían organizarse jerárquicamente bajo un obispo y un ministerio sacerdotal completamente sujeto a él. Se introdujo así una distinción antibíblica entre 'obispo' y 'presbítero', y la aparición del 'episcopado monárquico' en cada localidad. Se pasó de la norma apostólica: un colegio de presbíteros-obispos, a una jerarquía encabezada por un obispo al cual se someten los demás presbíteros.

Gradualmente el obispo fue tenido como superior al presbítero. Entre quienes prepararon el camino que luego llevó a esta situación, merece citarse a Ignacio de Antioquía (año 115). Ignacio ve a Cristo en cada obispo, mientras que en su opinión el colegio de presbíteros representa a los Apóstoles.

2) Esta teoría se fue acompañando de la formación paulatina de un sistema sacramental como medio y canal para obtener la salvación.

3) La idea de una sucesión apostólica de los obispos aparece con Cipriano, obispo de Cartago. Los obispos fueron tenidos cada vez más por 'sucesores de los Apóstoles' y los que presidían en regiones cuyas iglesias habían sido fundadas por los Apóstoles creyeron poseer una preeminencia especial. Posteriormente se levantará un 'metropolitano', un obispo 'primus inter pares' (primero entre iguales) que acabará convirtiéndose en el Primado, o primer obispo del país. Más tarde, el obispo de la capital del Imperio, a su vez, pretenderá ser el 'primus inter pares', el César eclesiástico, de toda la Cristiandad, acumulando cada vez más y más prerrogativas y poder...

Ya en tiempos de Ignacio de Antioquía, a principios del s. II, se habla de la Iglesia universal (católica). Y en el s. IV, Agustín de Hipona afirma que la Iglesia es católica “porque está diseminada por todo el mundo”. Pero estos conceptos se mezclan con ideas bastardas. La Iglesia del Imperio se creyó apostólica y católica no tanto porque siguiese fiel a las enseñanzas apostólicas registradas en el canon de la Escritura sagrada y porque estuviese esparcida por todo el orbe gracias al primitivo impulso misionero, sino porque estaba gobernada por un episcopado que creía hacer las veces de los Apóstoles. La teoría de la sucesión apostólica dio al episcopado el medio de asegurar el carácter de la "nueva catolicidad" de la Iglesia. Nueva respecto al original bíblica, pero antigua respecto al Catolicismo Romano y papal que surgió después, como veremos.

Esta alteración de la Iglesia apostólica para convertirse en el Catolicismo episcopal, fue formulado por Cipriano de Cartago en estos términos: “La unidad de la Iglesia se funda en el apostolado y se basa en el episcopado. La promesa de Cristo a Pedro en Mateo 16:18 fue dada a Pedro como representante, no como jefe de los Apóstoles (Juan 20:21). Por medio de la ordenación, el oficio apostólico, con la promesa inherente al mismo, pasó de los Apóstoles a los obispos. Este oficio monárquico representa en las comunidades cristianas la unidad de la Iglesia. Y así como los Apóstoles eran todos iguales, así también los obispos están ahora en pie de igualdad. Cada uno de ellos es sucesor de Pedro y heredero de la promesa dada a Pedro primero, pero en él dada también a todos los demás. El que se opone al obispo se separa de la Iglesia” (P. Kurtz, History of de Christian Church, I, pp. 69, 11-116).

La supuesta apostolicidad de ciertas sedes sustituyó gradualmente a la verdadera apostolicidad de las doctrinas y las prácticas. Y las reuniones de obispos en sínodos y concilios, primero locales, después regionales, y por último generales, fueron desviándose de la norma de la asamblea de Jerusalén, en donde la Iglesia se sometió a la autoridad de la Palabra de Dios y al testimonio de los Apóstoles. En su lugar, el testimonio episcopal suplantó, a veces sin darse cuenta perfecta de ello, aquel testimonio apostólico.

4) La tendencia jerarquizante, inherente en el sistema del episcopado, fue alimentada por la noción afín del “sacerdocio especial” como de institución divina. Si bien Cristo había abolido el sistema sacerdotal y cúltico del Antiguo Testamento y había establecido el sacerdocio de todos los creyentes, los conceptos del Antiguo Testamento fueron recuperados y aplicados a los que presidían en las iglesias. La distinción entre el clero y los laicos, una vez fue introducida, llevó pronto a la preeminencia de los primeros.

5) Con el edicto de tolerancia del emperador Constantino (313) y luego el edicto de Tesalónica (380) en el que se imponía el cristianismo como religión oficial del Imperio, vino la conversión nominal (no real) e inclusión de grandes masas paganas al cristianismo; y la perversión del concepto de catolicidad que fue hecho casi coextensivo e identificado al de la ciudadanía romana. Muchas de las desviaciones se debieron a la mentalidad pagana de las nuevas generaciones de cristianos. Después de 'convertir' al Imperio, la Iglesia se estaba convirtiendo al espíritu de aquel. Entonces la corrupción de la Cristiandad se aceleró.

6) La administración eclesiástica copió las formas de gobierno de la administración imperial. Constantino dividió el Imperio en prefecturas sobre las que colocó un Praefectus praetorio; estas prefecturas se dividían en 'diócesis' sobre las que gobernaba un 'vicarius'; y las diócesis se subdividían en provincias, en las que mandaba un 'rector'. El oficio de obispo 'metropolitano' trató de ser el equivalente del 'rector' de una provincia romana y el título de 'patriarca' trató de corresponder en el plano eclesiástico al Prefecto. Se llamó 'parroquia' al distrito sobre el cual un obispo ejercía su jurisdicción; el distrito del metropolitano se llamó 'eparquía', y el del patriarca, 'diócesis'. La aplicación de estos términos no fue uniforme, según la evolución que tomaba el gobierno de las iglesias.

Conforme a toda esa lógica, los obispos de las ciudades más importantes adquirieron cierta preponderancia por encima de los demás. Los obispos de las capitales pidieron una posición eclesiástica igual a la que en lo civil ejercían los gobernadores imperiales. El Concilio de Nicea confirmó la preponderancia de los obispos de Roma, Alejandría y Antioquía. El 2º Concilio general de Constantinopla (381) se asignó al obispo de Constantinopla el primer rango de honor después del obispo de Roma. Estos obispos, así distinguidos y diferenciados de los demás, tomaron el título de “patriarcas”. A partir del s. IV, el patriarca de Constantinopla exigió el mismo rango de honor que el obispo de Roma. La lógica de sus argumentos era diáfana: si Roma ocupaba una primacía de honor (primero entre iguales) ello se debía a que era la capital del Imperio. Mas, una vez trasladada esta a Constantinopla, era de esperar que también se transfiriera la misma dignidad honorífica del patriarca romano. El 4º Concilio ecuménico, el de Calcedonia (451), puso al patriarca de Oriente, el obispo de Constantinopla, en pie de perfecta igualdad con su colega de Roma y lo invistió con el poder de recibir y juzgar quejas que pudiera levantarse en contra de los metropolitanos de cualquier diócesis. El mismo concilio elevó a la dignidad de patriarca al obispo de Jerusalén, otorgándole la jurisdicción sobre la tierra de Israel. Así quedaron constituidos los 5 patriarcados del Catolicismo antiguo.

La antigua igualdad que presidía las relaciones entre las distintas iglesias locales, pasó primero al plano de las Iglesias nacionales y culminó, en el s. IV, en el concepto de que católico significa unión entre los principales obispos e Iglesias del Imperio. No existe todavía un obispo universal superior a los demás, pero empiezan a manifestarse incipientes las pretensiones de algunas sedes patriarcales a la primacía.

7) Incipientes pretensiones al primado de la sede romana. Se creía entonces que el apóstol Pedro había ejercido como obispo de Roma en los últimos días de su vida, creencia legendaria que no tiene base ninguna y que durante siglos se apoyó únicamente en la fábula de los escritos llamados “Pseudo-clementinas”, una vasta novela con fines didácticos que en ningún modo son dignas de fe.

Esta leyenda sirvió para que Roma fuese tenida como la primera de las comunidades apostólicas, sobre todo en Occidente, en donde ninguna Iglesia pretendía entonces haber sido fundada o pastoreada por Apóstoles. Pero fue sobre todo su posición de capital del Imperio, encrucijada del mundo, la que le valió la preponderancia sobre otros episcopados. Pero todavía se trataba de una mera primacía de honor que a lo máximo que extendía su autoridad era a examinar las causas que los obispos de Occidente quisieran someter a su consideración.

La idea de “Iglesia Católica” llegó con estas corrientes a confundirse e identificarse con la “Iglesia del episcopado”. Pero no todavía con la “Iglesia de Roma”. La Iglesia Católica es episcopal en aquel tiempo, aún no es romana.

8) En el plano doctrinal, si bien teóricamente sólo se aceptaban las Escrituras como norma de fe, en realidad fue generalizándose la práctica de atribuir a los cánones de los sínodos y concilios, y a las opiniones de los antiguos maestros cristianos, una autoridad casi igual a la que tenían los textos bíblicos. Mientras los decretos conciliares se inspiraron en las Escrituras, como ocurrió en gran número de las resoluciones de los primeros cuatro concilios generales, no se vislumbró ningún peligro. Pero, al introducirse filosofías y costumbres por completo ajenas al Evangelio, pero veneradas con la misma veneración que antaño se reservara únicamente a la Palabra de Dios, quedó abierta la puerta para toda clase de extravíos que deformaron a la Iglesia.

Menospreciada la autoridad de la Palabra de Dios, grandes errores empezaron a introducirse en la Iglesia, tales como la mediación de los ángeles en lugar de la mediación única de Jesucristo que enseñan las Escrituras (1Tim 2:5), y la adoración de la Virgen María. Los antiguos dioses del politeísmo pagano reaparecieron bajo la forma de ángeles y 'santos' que debían ser venerados y honrados en el culto por los fieles. A mediados del s. II, aparece ya la veneración de la memoria de los mártires, al principio en forma inocente, que tomó pronto aspectos de verdadera idolatría (Eusebio, Historia Eclesiástica, IV, 15). Los sacramentos fueron convertidos en “misterios” provistos de poderes mágico sujetos a la voluntad del clero; consecuentemente, el centro de gravedad del Evangelio cristiano pasó del a fe en Cristo a la fe en los misterios sacramentales. Ya no se precisaban el conocimiento de la Palabra y la convicción del Espíritu Santo para ser salvo; las gentes eran hechas 'cristianas' por medio de la magia sacramental de los sacerdotes. La predicación de la palabra apostólica había traído luz, pero el ritual sacerdotal introducido en la Iglesia volvió a las tinieblas del paganismo.

Al lado de las Escrituras se coloca “la Tradición”, término vago que, sin embargo, incluye ya entonces los cánones de los concilios y los dichos de los antiguos 'padres'.

La máxima autoridad de la Iglesia Católica antigua residía en los concilios ecuménicos, parlamento de todos los obispos de la Cristiandad, y expresión de la igualdad teórica de todas las sedes y todos los prelados. Estos concilios eran convocados (y confirmados) por el emperador, quien convertía los cánones en decretos de ley obligatorios en todo el Imperio.

Tal era el carácter de la Iglesia Católica antigua en contraste con la Iglesia Católica primitiva. Es la Iglesia de los primeros 8 concilios ecuménicos. Pero al mismo tiempo va apareciendo, tímido al principio pero pujante y arrogante después, su concepto rival: el Catolicismo romano.


2) DE LA IGLESIA CATÓLICA ANTIGUA A LA IGLESIA CATÓLICA ROMANA.

Para comprender la evolución que culminaría con el papado teocrático de Inocencio III y la definición de la infalibilidad pontificia de Pío IX en el Concilio Vaticano I, hemos de tener una visión muy clara de la posición única que la ciudad de Roma y, por ende, la sede episcopal romana, tuvieron dentro de la Iglesia Católica antigua.

Los defensores del sistema papal creen que la primacía del obispo de la Iglesia romana sobre las demás Iglesias fue un hecho reconocido en toda la Cristiandad desde los primeros siglos. La Historia, sin embargo, da el más absoluto mentís a tal pretensión.

En la carta del apóstol Pablo a la comunidad cristiana de Roma, alaba la reputación con que es estimada por todos los cristianos (Rm 1:8), pero no menciona ninguna prerrogativa inherente a la misma y desconocida por las demás. No obstante, el hecho de que fuera la Iglesia de la capital del Imperio, en donde se daban cita cristianos de todas las razas y regiones, por ser camino o residencia obligada de muchos, como explica Ireneo, convirtió a la sede romana en un foco importante de la Cristiandad, el más influyente y conocido, que pronto le valió el título de “primus inter pares” (primero entre iguales), reconocido por todo el episcopado y que todavía hoy admiten las llamadas “Iglesias ortodoxas” de Oriente al referirse a la primacía romana. La Iglesia de Roma se destaca porque es muy grande, muy antigua y muy conocida de todos; a lo cual se añade la errónea creencia de que fue fundada por Pedro y Pablo. La muerte de los dos grandes apóstoles en Roma es una cosa, pero ellos no fundaron esa Iglesia.

Y con todo, nada se sabe en tiempos de Ireneo (s. II) de ningún privilegio personal o particular del obispo de dicha Iglesia. La importancia es la Iglesia de Roma, no del obispo de Roma.

La caída de Jerusalén el año 70, la dispersión de los principales dirigentes cristianos, y el martirio de los Apóstoles Pedro y Pablo en Roma, abrieron el camino para que la capital del Imperio fuera convirtiéndose gradualmente en el centro de la conciencia oficial de la Cristiandad. En una época cuando cundía la idea, antibíblica, de que la apostolicidad estaba ligada más a la transmisión mágica de la ordenación que a la fidelidad al mensaje apostólico, y más también al hecho material de la fundación de una Iglesia dada por parte de un apóstol, que a la lealtad de esta Iglesia hacia la verdad apostólica, es natural que el recuerdo del martirio romano de los dos apóstoles más insignes, aumentara de manera supersticiosa el prestigio de la sede romana.

La pretensión romana de ser en un sentido especial “la sede de Pedro” no se oye hasta el tercer siglo. Antioquía podía pretender, y lo pretendió, la misma denominación, la cual hizo apoyada en más sólidas razones, ya que fue en tiempo de los Apóstoles el segundo centro apostólico más importante después de Jerusalén.

Pero con la llegada del cristianismo a la gran capital imperial, el brillo de la religión universal quiso ser añadido al poder también universal del Imperio. Cierto que el Evangelio se oponía al paganismo romano. La ramera del Apocalipsis constituía el símbolo con el que el apóstol Juan describió la perversidad del espíritu romano. Pero, cuando la Iglesia se estableció en este centro del paganismo y del Imperio, los cristianos vieron en ellos el triunfo de Cristo sobre los dioses falsos. En un sentido fue así. Y los creyentes de todas partes pagaron a la sufrida y pujante Iglesia romana un tributo de admiración y veneración parecido al que los paganos rendían a la gloria terrena de la capital del mundo. Ahí estaba el peligro.

En el s. IV, la admiración por la Iglesia de Roma empezó a confundirse con la admiración por Roma misma. El propio emperador hacía gala de profesar el cristianismo y toda la fuerza del Imperio parecía estar al servicio de la Iglesia, luego que Constantino y sus sucesores protegían cada vez más la instauración del cristianismo como religión oficial del Estado. Las posibilidades que brindaba la nueva situación no escaparon a la perspicacia de los prelados de la capital imperial...

Otro factor que cooperó a este engrandecimiento de la sede romana, fue paradójicamente el traslado de la capitalidad del Imperio a Constantinopla. Sirvió en gran manera para elevar la sede romana a una altura que le permitiría luego convertirse en la señora de la Cristiandad occidental. Ahora que ya no albergaba al emperador, precisaba de alguna otra figura que encarnara tan bien como él las tradiciones romanas. Y así, el manto del emperador, cayó sobre las espaldas del obispo romano. Cuando aquél fue a regir sus dominios desde Constantinopla confió al obispo de Roma muchos cargos civiles, y la autoridad anexa a los mismos. Al detener el papa León a los Hunos, a las puertas de Roma, lo hizo no sólo en nombre de la Iglesia de Roma, sino también en nombre de la ciudad de Roma.

De hecho, el obispo de Roma, quedó convertido en la máxima autoridad, no sólo religiosa sino también civil, de la antigua capital, centro y símbolo de la vieja gloria del Imperio, que poco tenía que ver con el Evangelio...

Siglos más tarde, las invasiones bárbaras, procedentes del norte, separarían a gran parte de la Iglesia Europea Occidental del resto del Imperio, confinado a su sector oriental en Bizancio. El obispo de Roma llegaría entonces a ser el único jerarca supremo en Occidente, no sólo de la Iglesia, sino del poder civil también, que compartirá o legará en los reyes bárbaros.

Símbolo de este proceso es la adopción por parte del obispo de Roma del título pagano de “Pontifex Maximus”, título al que había renunciado el emperador Graciano en 378, a instancias seguramente del obispo Ambrosio de Milán. Hasta él, lo habían ostentado todos sus predecesores -tanto paganos como cristianos- como cabezas oficiales de la antigua religión romana pagana. Los obispos romanos lo adoptaron para sus pretensiones de supremacía sobre los demás obispos.

Ya vimos como el Catolicismo antiguo estaba organizado episcopalmente alrededor de la tutela moral de varios patriarcas. Tres estaban en Oriente: Jerusalén, Alejandría y Antioquía. En Occidente había uno sólo: Roma. Al trasladarse la capitalidad imperial a Constantinopla, esa sede adquirió rango patriarcal, también en Oriente. La situación geográfica de la distribución patriarcal favorecía a Roma, el único patriarcado de Occidente.

Mientras la influencia y autoridad del 'romano pontífice' aumentaba en el nuevo Occidente de las tribus bárbaras, las provincias de los patriarcas orientales se veían diezmadas. En los siglos VII y VIII, el Islam comenzó sus incursiones, que dominó el norte de África, cuna de Tertuliano, Cipriano y Agustín, y conquistó hasta la misma Constantinopla (s. XV). El Islam toleró el cristianismo en las tierras conquistadas, pero las Iglesias de esas regiones perdieron su libertad de acción. En marcado contraste, Roma continuó aumentando su prestigio patriarcal y gozando de plena iniciativa. En la Edad Media, la sede romana ocupa una posición única entre los demás patriarcados, única en primer lugar por su primacía de honor que mediante falsos documentos (la Decretales pseudo-isidorianas) es convertida en primacía de gobierno y más tarde de magisterio; única también por su posición geografica como cabeza de la Cristiandad occidental; y única por la libertad de movimientos que tiene.

Los obispos de Roma no tuvieron muchos reparos en aprovecharse de su situación privilegiada por tantos conceptos. Esta época en que Occidente, con la nueva savia aportada por los pueblos bárbaros, se extiende, y el Oriente, por el contrario, se bate en retirada, fue el período en que el papado promulgó sus más atrevidas pretensiones. De su antigua posición de “primus inter pares”, pasó a querer asumir el título de Soberano Pontífice de toda la Cristiandad. Como estaba a su alcance hacerlo, y dispuso del poder secular para ello, ahogó el desarrollo y la independencia que pudieran tener las otras Iglesias de Occidente: Milán, las Galias, Germania, España y Gran Bretaña. Las jurisdicciones de estas Iglesias fueron limitadas y controladas por Roma, sus liturgias nacionales romanizadas hasta su casi total extinción, y su clero obligado a someterse y conformarse a los usos y leyes romanas.

El Código del emperador Justiniano fue la base legal, entre otras, de estos atropellos. Este emperador no podía, desde Constantinopla, atender todas las cuestiones relacionadas con el gobierno eclesiástico y civil de Italia y de Occidente. En su famoso Código, convirtió al obispo de Roma en el primer juez eclesiástico de todo Occidente, al que habrán de sujetarse todas las demás Iglesias de esta área del Imperio.

Cuando más tarde, los cruzados de Occidente reconquistaron algunas de las sedes orientales en poder musulmán, Roma impuso la creación de nuevos patriarcados allí: los llamados “patriarcados latinos”, en sustitución de los legítimos patriarcados nacionales de estos pueblos. La Iglesia romana puso claramente de manifiesto sus intenciones y demostró que sólo la hegemonía total de Roma sobre las demás Iglesias podría satisfacerla. La mayoría de los historiadores concuerdan al afirmar que los “cruzados latinos” son más responsables de la división entre Roma y Oriente, que las controversias teológicas que llevaron al cisma del papa Nicolás I con Focio, el año 891. Los obispos de Roma aspiraban a una mayor autoridad: la que consistía en centralizar y acaparar en sus manos toda autoridad. Sin esta centralización de autoridad no hubiera habido Papado.

Pero para que el Catolicismo antiguo, episcopal-patriarcal, llegara a transformarse en Occidente en el Catolicismo nuevo, es decir: el Catolicismo romano, hubo necesidad también de que apareciera una nueva formulación de las relaciones entre la Iglesia y el Estado.

Por un lado, en el Imperio oriental bizantino tomó cuerpo el “bizantinismo” o “cesaropapismo”: el emperador de Bizancio, por su condición de cristiano, y por haber sido ungido para desempeñar su alto cargo, se consideraba máximo jefe tanto del Imperio como de la Iglesia. La Iglesia oriental obtuvo protección y una situación de privilegio mundano, al precio de convertirse en un mero departamento de religión del gobierno.

Roma deseaba otro tipo de arreglo o compromiso. Aislada en Occidente, no tuvo que sufrir tanto como los patriarcas orientales las injerencias del Emperador. Los reinos bárbaros al irrumpir en el Imperio vinieron a cambiar este estado de cosas más favorablemente todavía para Roma, pues ofrecieron a esa los instrumentos para conseguir la hegemonía eclesiástica deseada. Los francos acariciaron siempre la idea de que sus territorios fuesen considerados como la continuación del antiguo Imperio romano en su parte occidental. El año 800, Carlomagno fue coronado por el papa como emperador del “Sacro Imperio Romano”. Por esta acción, el patriarca de Occidente proclamó su independencia total de Constantinopla, es decir: del emperador bizantino. Y como que había sido el papa quien había coronado a Carlomagno, de ahí se infirió que también él, el papa, tenía igual poder para deponer a los monarcas cuando así lo exigiesen los intereses de la Iglesia, que en este caso eran casi siempre los intereses del Papado.

Los canonistas romanos desarrollaron la teoría de que al papa pertenecen las dos espadas: la espiritual y la temporal, aquella usada por el papa mismo, y esta por el rey, pero siempre de acuerdo con el pontífice romano como el más alto poder cívico-religioso del mundo. Estas teorías encontraron la base de su argumentación en los documentos que falsamente se atribuyeron a la antigüedad, con citas espúreas de padres de la Iglesia y cánones de sínodos. La proliferación de tales falsificaciones ayudó de tal manera a la realización del Papado, que el historiador Döllinger dice que sin ellas no hubiera habido Papado.

Como es de suponer, las teorías romanas produjeron continuos conflictos entre la Iglesia y los reinos que surgieron en Occidente. Tales conflictos se sintetizan en la llamada “lucha de las investiduras”, la cual no consistió solamente en la defensa que la Iglesia hizo de su derecho a escoger y ordenar obispos, sino que también fue la defensa del Estado frente a las intromisiones del Papado. Toda la Edad Media está llena de estas controversias entre el papa y los monarcas europeos para precisar los límites de ambas jurisdicciones que la teoría romana deseaba dar al papa.

Gregorio VII, Inocencio III y Bonifacio VIII dejaron bien sentado que al Romano Pontífice deben someterse todos los demás poderes, civiles y religiosos, porque él es 'el más grande soberano del universo'. Es la Hierocracia Papal, que representa la contrapartida del cesaropapismo de Oriente.

Los documentos espúreos se prodigaron con profusión porque la ignorancia universal de aquellos tiempos era imposible de ejercer el menor sentido crítico. Se inventaron las famosas “Decretales pseudo-isidorianas”, falsos escritos que pretenden hacer creer que Constantino regaló a los papas grandes posesiones y privilegios imperiales, además de la ciudad de Roma. Con estas 'Decretales' empezó en realidad el poder temporal del Papado, pues ellas le servían de documentación que avalaba su ocupación de tierras italianas. Al mismo tiempo, y para evitar las injerencias del poder feudal en los asuntos de las Iglesias, las falsas 'Decretales' afirmaban que los obispos sólo debían obediencia al papa de Roma. Así, el episcopado buscaba librarse en Occidente de la opresión civil y feudal, pero se entregaba al yugo romano.

Los concilios llegaron a ser meros sínodos papales en los que la suprema autoridad del papa rige como norma absoluta. De hecho, el antiguo gobierno episcopal de la Iglesia, que hallaba su máxima expresión en la forma sinodal (amplias asambleas de obispos), fue reemplazado por la ejecutoria irrecusable de la Curia romana compuesta por los cardenales con el papa el frente. Cesó en Occidente la Iglesia Católica antigua, episcopal y conciliar, para dar paso a la nueva Iglesia Católica, romana y papal. Este cambio llevado a cabo en la Cristiandad occidental en los siglos XI y XII equivale a una verdadera revolución que transformó (deformó) drásticamente la constitución de la Iglesia Católica. A partir de entonces, lo católico, en Occidente, se identifica con lo romano.

Tal vez ningún otro pontífice como Inocencio III vio cumplidas las ansias hierocráticas del Papado (s. XIII). Pero en menos de un siglo los papas tuvieron que marchar exiliados a Avignón, en donde fueron convertidos en juguete de los reyes de Francia. Siguió después la gris, decadente y nada edificante historia del Papado de los siglos XIV y XV; las condiciones internas de la Iglesia (romana) parecían probar que el papa no era capaz siquiera de gobernar la Iglesia.

Agentes activos en la gestación del nuevo Catolicismo romano papal, fueron las órdenes religiosas, factor decisivo en la ejecución de los planes pontificios. En el plano teórico, la teología escolástica ayudó a la formulación intelectual de dichos planes, preparando el terreno para las grandes definiciones dogmáticas que, siglos después, dibujaron de manera definitiva la estructura ideológica del romanismo.

Sin embargo, el hecho de que ni siquiera en Trento fue posible todavía definir la superioridad del papa sobre el Concilio, es decir: sobre los obispos colegiadamente reunidos, prueba por un lado lo que le costó al obispo de Roma la consecución de sus designios; y por el otro, revela la paciencia y la inteligencia que fueron dedicadas a este esfuerzo secular. El resurgimiento de la teoría conciliar, después de los grandes pontificados de Hildebrando (Gregorio VII), Inocencio III y Bonifacio VIII, es un ejemplo de lo que costó inculcar en la conciencia religiosa del mundo (incluso Occidente) la nueva teoría papal. En realidad, el Papado no vio su triunfo completo y final sino hasta el s. XIX, en el Concilio Vaticano I. Ejemplo, pues, también de la tenacidad paciente, digna de quienes, herederos de la ciudad y la gloria de los antiguos césares romanos, como estos no dejaron nunca de luchar para imponer su hegemonía en el mundo.

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Podemos ahora resumir, ordenándolas, las causas que favorecieron el triunfo de la idea papal. Los factores de orden histórico que ganaron para Roma la preeminencia sobre las demás Iglesias occidentales son los siguientes:

1º. La destrucción de Jerusalén, que rompió el centro natural de la Cristiandad a donde hasta entonces habían sido elevadas las cuestiones más importantes (Hechos de los Apóstoles 15), y movió la dispersión del más importante núcleo de dirigentes cristianos.

2º. El carácter cosmopolita de la ciudad de Roma, que prestó a la Iglesia de la capital del Imperio su carácter representativo y universal.

3º. El martirio de Pedro y Pablo en Roma, que ligó los nombres de los insignes apóstoles a la Iglesia de la capital, según la costumbre de la época, que daba más importancia a la sucesión sacramental que a la doctrinal. De ahí se seguiría, probablemente, la creencia legendaria de que estos mismos apóstoles habían fundado la Iglesia de Roma.

4º. El traslado de la capitalidad de Roma a Constantinopla, que dejó a la Iglesia romana en plena libertad de movimientos para desarrollar su propia hegemonía eclesiástica en Occidente.

5º. El hecho de que Roma fuese el único patriarcado occidental. De ahí que los emperadores residentes en Constantinopla ensanchasen los poderes jurisdiccionales del obispo de Roma para que, en nombre de la autoridad imperial, dirigiese la disciplina eclesiástica de Occidente y hasta civil y política. El Código de Justiniano vino a legalizar este estatuto especial de la sede romana.

Hasta aquí, no obstante, los privilegios de que goza la Iglesia romana tienen que ver más con su sede que con su obispo, atañen más a la Iglesia de Roma en su conjunto que a los papas romanos en particular. Su importancia es la que deriva de circunstancias históricas, geográficas y políticas, y no es hasta el s. III, cuando en Roma se oye por primera vez que su Iglesia es la sede de Pedro de manera especial. Si la teoría romanista respondiese a la verdad, los hechos históricos se hubieran producido en sentido inverso; primero la importancia del obispo de Roma, por su carácter de Vicario de Cristo, y luego, en lugar muy secundario, el valor circunstancial de la ciudad en donde tal obispo resida.

6º. Las invasiones bárbaras, que separaron todavía más a Roma tanto de la Cristiandad oriental como del control imperial de Bizancio. La coronación de Carlomagno por el papa León sella esta separación y provee a la sede romana de más medios seculares con los que desplegar su influencia. Hasta entonces, la primacía de Roma, en líneas generales, fue desarrollada de conformidad y dentro de los límites del orden episcopal existente en la Iglesia Católica antigua. A partir de ahora, las pretensiones papales chocarán cada vez más con el concepto de la Iglesia Católica antigua hasta producir la ruptura con Oriente cuya Cristiandad quiere permanecer fiel al mismo.

7º. Las donaciones de extensos territorios que los reyes francos hicieron a los papas. Esto inauguró la historia de los Estados Pontificios, o poder temporal de los papas, que convierten aún más a la sede romana en un reino de este mundo.

8º. La proliferación de documentos espúreos (especialmente las “Decretales Psudo-Isidorianas”) , apoyando las pretensiones romanas, que dieron el soporte teórico a estas y las promovieron al mismo tiempo. El deseo de los obispos de verse libres del poder feudal multiplicó estas falsificaciones mediante las cuales el episcopado se declaraba sujeto sólo al romano Pontífice. Así acabó la Curia romana con el sistema episcopal tradicional y dio fin en Occidente al régimen Católico antiguo. En su lugar, las poderosas y pujantes órdenes religiosas (Cluny sobre todo, más tarde los jesuitas...) sirvieron de ejército avanzado para la realización de los planes romanos.

9º. La romanización de las liturgias y usos canónicos tradicionales de las otras Iglesias de Occidente, que terminó con la independencia de estas.

10º. La irrupción del Islam en regiones de larga tradición cristiana, que sirvió indirecta y hasta paradójicamente, a los fines del Papado. La conquista musulmana acalló la voz independiente de las importantes Iglesias de África y, por un tiempo, la de España. Le hubiera resultado muy difícil, por no decir imposible, a Roma el conseguir la completa sumisión de la Cristiandad africana y oriental, exponentes del Catolicismo conciliar antiguo. Sin el Islam, no hubiera habido Reconquista en España y, por consiguiente, la voz vigorosa de la Iglesia de los concilios de Toledo se hubiera añadido al testimonio de las otras cristiandades católicas antiguas. El consenso unánime del norte de África, España, Siria y Arabia, entre otros pueblos, hubiera hecho imposible la hegemonía papal. He aquí como Mahoma, sin quererlo, se prestó al juego de Roma.

11º. La teología escolástica, que tomó de las Decretales espúreas la base para su doctrina sobre el papa. La misma teología de Tomás de Aquino se resiente de la influencia de estas falsificaciones medievales, de los que saca muchas de las supuestas citas patrísticas con que formular la teología romana de la Iglesia. Con todo, el eminente dominico fue víctima, no fautor, del engaño. Esta teología, falseada en su misma base, se impuso a toda la Cristiandad occidental.

Lo que el Catolicismo es hoy lo debe a aquel período, el cual fue definitivamente canonizado en los concilios de Trento (s. XVI) y Vaticano I (s. XIX). La lucha por la hegemonía fue titánica, y Roma la consiguió en Occidente (nunca completamente en Oriente) sólo al cabo de muchos siglos de forcejeo. El camino que conduce a los obispos de carácter neotestamentario, desde su función de pastores y supervisores de la comunidad cristiana romana, hasta el puesto de Pontífices Máximos, cabezas de Occidente y árbitros de Iglesias y reyes, sentados sobre los laureles y las glorias del mismo Imperio romano, es un camino largo y complejo.

Vemos, pues, que no son causas bíblicas, sino accidentes históricos, los que explican el Papado romano. Los textos bíblicos que luego fueron presentados para intentar apoyar las prerrogativas papales, fueron aducidos después que las principales circunstancias históricas consideradas hubieron hecho su aparición. La exégesis de los antiguos padres de la Iglesia, nunca vio en tales pasajes de la Escritura lo que Roma pretende descubrir en ellos. El Pontificado romano es fruto de una conjunción de avatares históricos, ligado al tradicional y antiguo impulso romano de conquista y dominio.


3. DE LA ÉPOCA CATÓLICA-ROMANA A LA ÉPOCA MODERNA DE LAS IGLESIAS.

El clamor unánime de la Edad Media, después del experimento de la hierocracia pontificia y cuando el Papado hubo bosquejado los principales elementos de sus pretensiones, se resumía en el grito de ¡Reforma!. El estado de la Iglesia latina, dominada por la Curia romana, era tal que por todas partes se pedía la reforma “en la cabeza y en los miembros”. Nueve concilios medievales no lograron, sin embargo, llevar a cabo esta ansiada renovación. El papado pudo conquistar la Cristiandad occidental, pero no supo reformarla.

En el s. XVI, la impotencia de Roma para llevar a cabo la mudanza que la Iglesia tanto necesitaba resultó evidente y manifiesta. El soplo del Espíritu no quiso utilizar las estructuras jerárquicas normales del romanismo, y se valió de un simple monje alemán para “iniciar” el camino de regreso al Evangelio.

La Reforma evangélica no trató, como el movimiento conciliarista intracatólico, de volver al antiguo Catolicismo episcopal-sinodal, sino que buscó la vuelta de la Iglesia a su primitiva pureza bíblica. Ni la autoridad del papa (antibíblica y cimentada en el oportunismo histórico y documentos espúreos), ni la de los concilios (en progresivo declive y en perenne contubernio con los intereses seculares y mundanos), sino la autoridad de la Sagrada Escritura como norma única y suficiente de fe y práctica, fue el mensaje y el lema de la Reforma: “Sola Scriptura”. Al volver a colocar la Biblia como suprema pauta de la Iglesia, la Reforma del s. XVI comenzó a someter de nuevo el Cristianismo a la autoridad apostólica y a la Palabra de Dios, haciendo factible el ideal de una Cristiandad en renovación constante (“semper reformanda”).

Pero Roma no sólo rechazó la Reforma, sino que la atacó con todas sus fuerzas. El concilio de Trento significa la reacción romana, “la contrarreforma”. Allí se fraguó de manera casi completa el dogma católico-romano. Lo que nosotros hoy entendemos por Catolicismo no es el que conocieron los “padres de la Iglesia”, ni los antiguos concilios, ni siquiera el de los primeros siglos de la Alta Edad Media, sino el desarrollado en el medioevo posterior y definido dogmáticamente en Trento y, después, en el Vaticano I.

En Trento, en su afán visceral por contrarrestar la Reforma evangélica, el Catolicismo Romano consagró su distorsión de la visión bíblica del ser humano y los efectos de la Caída en él, con todas las implicaciones que ello tiene para comprender la salvación y el vivir cristiano. Oscureció la naturaleza de la salvación en Cristo y la forma de acceder a ella y disfrutarla, interponiendo un sistema ritual de carácter 'mágico' (automático, independiente de la fe del receptor) que crea dependencia de una clase intermediaria (el clero).

Desde entonces, la Cristiandad en general aparece dividida en tres grandes grupos principales:

- Iglesias Ortodoxas de Oriente,

- Iglesia Católica-romana.

- e Iglesias Protestantes, surgidas de la Reforma.

Las respectivas posiciones de cada sector van solidificándose más y más.

Las Iglesias ortodoxas, anquilosadas y aferradas a sus viejas tradiciones, parecen más una reliquia de museo que verdaderas comunidades cristianas.

La Iglesia Católica Romana sigue fiel a su ideario medieval, pero trata de adaptarlo a los nuevos tiempos, sobre todo a partir del s. XX. Pero, por esta misma fidelidad que se debe a sí misma, se encuentra ligada a los graves errores que ha canonizado en el pasado. El Concilio Vaticano I hizo infalible al papa, con lo que el apartamiento de Roma de las doctrinas evangélicas se hizo todavía más grande y grave. Sin embargo, la lógica de su propia historia tenía que llevarla a este resultado.

Dentro del Cristianismo Protestante, el hecho de que la Reforma evangélica no fue suficientemente radical, generó Iglesias Protestantes Nacionales que reprodujeron graves errores del Catolicismo constantiniano: ciertas estructuras eclesiásticas, la pervertida unión Iglesia-Estado, la intolerancia religiosa y el uso de la violencia “en el nombre de Dios”... La influencia de factores ajenos al verdadero espíritu del Evangelio ha llevado a algunos grupos a la apostasía, y a otros a un protestantismo nominal muerto espiritualmente. Pero otros, impulsados por su fidelidad a la Palabra y su celo por la gloria de Dios, han seguido saliendo una y otra vez de las estructuras religiosas envejecidas para avanzar hacia una expresión más fiel de la Iglesia de Jesucristo, de la Iglesia Apostólica.

Si alguna moraleja se desprende de este conjunto o resumen de hechos es la siguiente: las meras instituciones eclesiásticas -aunque tengan sus raíces en los más poderosos movimientos espirituales del pasado-, necesitan renovarse constantemente. El elemento humano, pecador, que en ellas subsiste tiende a la corrupción. Sólo un espíritu genuínamente bíblico, en perpetua actitud de reforma a la luz del Evangelio, constituye la garantía válida para los cristianos y las Iglesias. Porque en el orden interno, la Iglesia incluye a todo creyente genuino nacido del Espíritu, pero en el orden externo, el único modelo perfecto Iglesia se halla en las Escrituras, en la enseñanza y la práctica de Jesús y sus apóstoles, no en las instituciones y organizaciones religiosas históricas.

"A pesar de todo, el sólido fundamento de Dios queda firme, teniendo este sello: 'Conoce el Señor a los que son suyos' y 'Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre del Señor'. Pero en una casa grande, no solamente hay vasos de oro y de plata, sino también de madera y de barro. Además, hay unos para uso honroso y otros para uso común. Así que, si alguno se limpia de estas cosas, será un vaso para honra, consagrado y útil para el Señor, preparado para toda buena obra. Huye, pues, de las pasiones juveniles y sigue la justicia, la fe, el amor y la paz con los que de corazón puro invocan al Señor" (2Timoteo 2:19-22).

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